No conocía al Monstruo de la Laguna de nadita nada, hasta que una clienta, Sandra, me lo encargó. Fue por eso que diligentemente googleé su historia para saber a qué nuevo lío me estaba enfrentando. La única referencia que encontré fue esta canción infantil.
Y la única efigie de su fisonomía, era una sombra chinesca en un video de YouTube. ¡Meu Deus! ¿Cómo se supone que voy a caracterizarlo en un amigurumi, entonces? Me pregunté un poco preocupada.
¿Qué tal si pongo a trabajar mi imaginación? Fue el interrogante que siguió. Esto, lejos de ser un obstáculo, podría tratarse de una ventaja: si los detalles de la caracterización eran vagos, tenía la libertad de crear a mi gusto y criterio mucho mejor.
Comencé a tejerlo medio a ojo, y medio a ciegas. Hasta llegar a un punto en que no pude avanzar más: mi mente me mostraba múltiples posibilidades de cómo podía tejerlo, tanto, que me mareaba y bloqueaba tratando de sintonizar con cada una de esas ideas.
Resolví la cuestión sacándole punta al lápiz, munida de la goma de borrar (que de seguro la utilizaría, porque no soy muy buena que digamos dibujando) e hice un esbozo rápido del resultado final.
A decir verdad, no es el mejor dibujo del mundo, pero al menos cumplió su cometido: fijar en mi mente una imagen clara del títere terminado.
Entonces retomé el consabido “tejer-destejer-volver a tejer”, desde una instancia más determinada.
Cuando llegó el momento de ocuparme de la expresión, me enamoré de esos dos ojazos que me miraban tan pícaramente. Desde ahí, el resto, prácticamente se tejió solo. ¡Estaba tan entusiasmada! No estaba concluido pero ya tenía vida propia ese Monstruo…
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